En 1996 se casó con el magnate de Microsoft. Cuatro años después, la pareja creó una fundación para proporcionar ayuda a los desheredados del mundo, aportando 26.000 millones de euros y comprometiéndose a donar el 95 por ciento de su patrimonio. La conciencia filantrópica de Melinda Gates dio sus primeros pasos cuando era aún una niña. Por Judith Woods

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Imagine por un instante que es la mujer de uno de los hombres más ricos del planeta. Tienen tres hijos maravillosos y una casa de 95 millones de dólares. ¿Cómo pasaría sus días? ¿De compras, viajando, relajándose o recorriendo las barriadas miserables de la India y visitando los hospitales de África?

Melinda Gates, mujer de Bill Gates -el magnate del coloso de la informática Microsoft-, acaba de volver en avión de una visita a Níger y Senegal. Y al día siguiente está ya en pie a las 4.30; como copresidenta de la Fundación Bill and Melinda Gates tiene programada una cumbre en Londres con Andrew Mitchell, secretario de Estado para el Desarrollo Internacional de Estados Unidos, en la que participarán algunos de los grandes del mundo. El tema: la planificación familiar. Los dos han decidido lanzar una recaudación de fondos de 4.000 millones de dólares para facilitar métodos anticonceptivos seguros a 120 millones de mujeres de los países en vías de desarrollo.

«Me interesa más salvar la vida de madres y niños que ocuparme de un extravagante museo»

Todas las vidas tienen el mismo valor -asegura Melinda, con serena sencillez-. Los embarazos no deseados provocan la muerte de más de 200.000 mujeres y chicas y la de casi tres millones de neonatos en el primer año de vida. Es una realidad sobrecogedora, que debemos, podemos y queremos cambiar .

La señora Gates va vestida de un modo discreto, con un traje pantalón gris, y su cascada de pelo está, como siempre, en orden. Debe de estar exhausta, pero no se le nota. Su marido, Bill, se ha quedado en casa con sus dos hijas, Jennifer y Phoebe, de 16 y 10 años, respectivamente, y con su hijo Rory, de 13. La pareja trata de hacer lo posible para que su correteo a lo largo y ancho del mundo no interfiera demasiado en la vida familiar y, desde que Melinda y Bill empezaron a trabajar a tiempo completo para la fundación, se ha vuelto más fácil sincronizar sus compromisos y compartir el cuidado de los hijos.

«Me vuelco entera en lo que hago» -afirma, con una sonrisa irónica, Melinda-. Todos los años voy a conocer a los nuevos profesores de mis hijos y les digo que me avisen si acaso mi comportamiento es el de una madre hiperprotectora, porque es lo último que quiero. Y, tengo que admitirlo, alguna vez han tenido el coraje de decírmelo».

La fundación, creada por Melinda y Bill hace más de 12 años, dispone de casi 34.000 millones de dólares (26.000 millones de euros), una cifra que sobrepasa el producto interior bruto de muchos países. Y para seguir la marcha de los proyectos repartidos por el mundo, a menudo en la agenda de Melinda hay previstos encuentros durante el desayuno, incluso antes de que amanezca, y conversaciones estratégicas a las diez de la noche.¿Pero por qué este correr sin descanso? ¿Por qué no limitarse a firmar cheques, sonreír a las cámaras, entregar dinero a alguna entidad benéfica existente y llegar a tiempo para disfrutar con el último acto de La traviata?

«En Occidente pensamos que las mujeres de África no quieren a sus hijos como nosotras, que su pérdida no las desgarra. Es una falsedad atroz»

«Nosotros no repartimos subsidios -responde Melinda-, nosotros damos a las personas los instrumentos que necesitan para mejorar su vida: semillas que puedan plantar, acceso a una asistencia sanitaria mejor. Y, para ser eficaces, es necesario entender los problemas de una manera muy profunda» .

Mientras los intereses de su marido apuntan hoy a la innovación y la ciencia, sobre todo para desarrollar vacunas contra el sida y la malaria, Melinda quisiera dar un mejor control sanitario a las mujeres del mundo. «En muchas culturas machistas, los niños son considerados una prueba de la virilidad del padre, sin que importe que luego sea capaz de alimentarlos a todos. Te destroza el corazón ver a una madre que te tiende a su niño implorándote que te lo lleves a casa contigo porque, si no, morirá» , afirma.

Fue el filántropo Andrew Carnegie quien dijo: «Es una vergüenza morir rico». Ciertamente, los Gates habrían podido usar su infinita riqueza con propósitos más fútiles: orquestas sinfónicas, instituciones culturales, galerías de arte de arquitectura audaz. En cambio, están decididos a financiar las causas más desesperadas. «Me interesa mucho más salvar la vida de madres y niños que ocuparme de un extravagante museo -declara Melinda-. Saber que he puesto a una familia en el camino de la autosuficiencia económica, eso sí que es una satisfacción. En Occidente tenemos una falsa percepción de África, pensamos que allí las mujeres no quieren a sus hijos tanto como nosotras, que su pérdida no las desgarra como nos desgarra a nosotras. Es una falsedad atroz. A las africanas les destroza el corazón exactamente igual que se lo destrozaría a una de nosotras. Por eso deben tener acceso a los métodos anticonceptivos, a una renta y a un nivel sanitario que les permita amamantar a todos sus hijos y garantizarles una buena entrada en la vida, sin afrontar inmediatamente un nuevo embarazo».

Melinda se inflama. «Una vez encontré a una mujer de una barriada pobre a las puertas de Nairobi. Me dijo. ‘Quiero darle a mi hijo todo lo que necesite antes de tener otro’. ¿No es eso precisamente lo que todas nosotras queremos también en Occidente?» .

Hay algo absolutamente (y admirablemente) obstinado en la insistencia con que la pareja intenta hacer que el mundo dirija su mirada al drama del sida, a las muertes durante el parto y a la mortalidad infantil. La Fundación Gates ha bombeado dinero al sistema escolar norteamericano y, mundialmente, al desarrollo global en forma de microfinanciación a la agricultura y la salud. En el corazón de su actividad, sin embargo, la fundación ha impuesto inderogables reglas de los negocios: si los resultados no son tan buenos como deberían, en la mejor de las hipótesis debe modificarse la estrategia; en la peor no se renueva la inversión. El lema es «máxima eficacia».

El millonario Warren Buffett, amigo de Bill desde hace tiempo, ya ha ingresado una suma considerable en la fundación y ha dispuesto que, a su muerte, en el plazo de diez años le sea transferida su fortuna, estimada en 44.100 millones de dólares (más de 33.600 millones de euros).

«Para mí, el mayor lujo es pasar un viernes por la noche en casa viendo una película con una bolsa de palomitas»

La conciencia filantrópica de Melinda Gates dio sus primeros pasos cuando era aún una niña. A diferencia de su marido, que no terminó sus estudios en la Universidad de Harvard y había nacido en un entorno privilegiado de Seattle, Melinda creció con sus tres hermanos en una familia de Texas de condición modesta, en la que no se daba por descontada la formación superior. Su madre, ama de casa, lamentaba no haber podido ir a la universidad. Su padre, ingeniero, creó una empresa de limpieza precisamente para ahorrar el dinero necesario para la educación de sus hijos.

De muy joven, Melinda lo ayudaba barriendo y fregando suelos. Luego se graduó con las máximas calificaciones en las ursulinas de Dallas. Precisamente, el hecho de haber recibido una educación católica ha inducido a algunos conservadores cristianos a criticar el apoyo de Melinda a proyectos para el control de la natalidad. «Hay demasiada gente que lleva el problema al extremo -replica meneando la cabeza-. En Estados Unidos, el 82 por ciento de los católicos consideran moralmente aceptable la anticoncepción. Yo estoy segura de que aporta enormes beneficios a las mujeres que luchan por dar a sus hijos la oportunidad de salir de la pobreza» .

«Me vuelco totalmente en lo que hago. A los profesores de mis hijos les pido que me avisen si soy una madre sobreprotectora. Es lo último que quiero»

Melinda estudió Informática en la Universidad Duke de Carolina del Norte. Luego entró en Microsoft, donde se ocupó del desarrollo de productos como Encarta y Expedia. Allí nació su relación con Bill, aunque hoy niega el mítico rumor interno según el cual se comunicaban con notas escritas en papelitos adhesivos. Melinda se casó con Bill en las islas Hawái, en 1996, y dejó la empresa para criar a sus hijos en su casa a orillas del lago Washington. La pareja se comprometió a donar a fines filantrópicos el 95 por ciento de su patrimonio (unos 58.000 millones de dólares, es decir, 44.000 millones de euros); Jennifer, Phoebe y Rory, como atinadamente ha comentado Buffett, siempre tendrán lo bastante para hacer algo, pero no tanto como para no hacer nada .

La pregunta es inevitable: ¿hay algún momento de relax en casa de los Gates? «Para mí -responde Melinda-, el mayor lujo es pasar un viernes por la noche en casa viendo una película con una bolsa de palomitas no muy saladas». Quizá la única diferencia con el común de los mortales es que los Gates tienen el cine en casa. «Pusimos sofacitos de dos plazas, lo que probablemente no fue una buena idea -admite riéndose-, porque cada vez surgen discusiones interminables sobre quién se sienta con quién, dónde debe ponerse el perro y cuántas personas pueden apiñarse en un asiento superancho; la respuesta es que, con un poco de planificación, caben más de lo que se cree» . Exactamente lo que, gracias al esfuerzo de la Fundación Bill and Melinda Gates, podría decirse del planeta.

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