Dislexia, déficit de atención, problemas de aprendizaje… Muchos niños parecen destinados al fracaso escolar hasta que, un buen día, un profesor les cambia la vida. [Este artículo fue publicado el 8 de julio de 2016] Por Priscila Guilayn

Estos profesores están revolucionando la enseñanza

De pronto, alguien es capaz de verlos de otro modo y de sacar adelante su autoestima y sus talentos. Son ángeles de la guarda inolvidables que marcan vidas.

«Siempre digo que un maestro te puede salvar la vida». José Ramón Gamo sabe bien de lo que habla. De niño sufrió un infierno en el colegio; nadie entendía -ni sus padres ni sus profesores- a qué se debían sus dificultades de aprendizaje. Hasta que cumplió los 15 años y… conoció a Ana, una profesora diferente, su ángel salvador.

Gamo es hoy, a sus 44 años, cofundador y director técnico del CADE, un centro dedicado a problemas del neurodesarrollo; problemas, precisamente, como los que él sufrió. «Muchas veces los profesores se escudan en que tienen 25 niños o más, que hay mucha diversidad en la clase, que no hay recursos… -reflexiona Gamo-. Pero el maestro que se compromete personalmente con sus alumnos hace cosas maravillosas». Y bien que lo sabe él.

«Doña Inés era una profe-dinosaurio de las de la letra con sangre entra -recuerda-. Cuando fallaba en lectura, me gritaba, me daba capones y me ponía en evidencia en clase». Gamo tenía seis años y estaba en primero de EGB. Sus padres no entendían sus dificultades; veían a un chico inteligente y lo asociaron todo a un bloqueo causado por la docente. Pero el problema persistió y Gamo pasó años suspendiendo. A los 15, finalmente, le diagnosticaron dislexia, un trastorno que afecta al 40 por ciento de los estudiantes españoles que fracasa en los estudios, el 23 por ciento de nuestro alumnado.

El hallazgo del problema, en todo caso, no puso fin a su infierno escolar, que persistió hasta que una agresión de otro profesor colmó el vaso y acabó marchándose a otro centro: el Instituto Camilo José Cela, en Pozuelo. «Allí empecé a florecer», cuenta. Ana, su salvadora, era profesora de Ética y Filosofía; se comprometía con los alumnos, los escuchaba, se interesaba por sus problemas personales y acabó marcando una diferencia en Gamo y en muchos de sus compañeros. «Evaluaba mi capacidad para razonar, argumentar, debatir; para exponer mis ideas -rememora-. Y en los exámenes jamás me penalizaba por mis faltas de ortografía».

Alvaro tiene TDAH, es montañista y guia de barrancos. Roberto su ex-profesor de la ESO, al cual considera su profesor del cambio. Tema: Su profesor le cambió la vida. Foto: © Carlos Carrión. Todos los derechos reservados.

Álvaro García, guía de montaña y barrancos (26 años) y Roberto González,  educador y coordinador de acción tutorial en 16 colegios Maristas de Valladolid, 43 años.

Álvaro estaba en 4.º de la ESO cuando un profesor lo felicitó por primera vez en toda su vida escolar. Era Roberto, que recuerda bien a aquel alumno con trastorno por déficit de atención e hiperactividad al que le cambió la vida. «Yo confié en Álvaro y él, en mí», explica el maestro. «Muchos profesores me decían. ‘¡Si tú quisieras…!’. Y yo quería, pero no podía comenta . Entonces, me tocó Roberto y aprobé todo. ¡Y en junio! Él escribió en mi boletín. ‘Enhorabuena, Álvaro. Gracias por poner al servicio del colegio lo que sabes y tienes. Ha sido un placer tenerte como alumno’». Casi diez años después, al reencontrarse con su «profesor del cambio», así lo llama, Álvaro suelta un sentido. «Vale más un día con un buen profesor que cien días de aprendizaje». Es su propio homenaje a Roberto.

Penalizar, un verbo más popular en nuestro sistema educativo que reconocer, es una clave del problema. Tanto que el pedagogo y filósofo José Antonio Marina, autor de La educación del talento, propone un nuevo epígrafe en la Convención de la ONU para la infancia. «Todo niño tiene derecho a experimentar el éxito merecido alguna vez». «Cuando hablo de eso -revela-, hay docentes que me preguntan. ‘¿Y si son torpes?’. Pues eso es cosa nuestra; con habilidad y sabiduría debes conseguir que cada chico diga: ‘He sido capaz’. Ahí ya ha mordido el anzuelo».

Así le ocurrió a Manolo, un alumno de Marina de cuarto de la ESO al que unas palabras amables le cambiaron la vida. «El muchacho no daba guerra, pero era la pasividad personificada -cuenta-. Un día lo llamé a mi despacho y le pregunté qué hacía los fines de semana. Se los pasaba viendo la tele, excepto un sábado al mes en que iba a una feria de pertrechos militares de la Segunda Guerra Mundial. Me dijo que le interesaba mucho -rememora Marina, en cuya cabeza se había encendido una bombilla. Le pidió entonces que le describiera las botas del Ejército alemán-. Me miró con cierta superioridad. ‘Bueno, me tendrá que decir de qué cuerpo, división y regimiento’. ‘¿No me digas que sabes todo eso?’, reaccioné. Y me contestó con un ‘sí, claro’». Marina lo invitó a dar una charla a sus compañeros sobre el tema y Manolo preguntó si podría llevar su colección de cascos. Fue su oportunidad de brillar.

Todos me decían que era un imbécil -le dice un alumno a su profesor-, pero usted me tomó en serio y empecé a pensar que quizá no fuera tan torpe como creía

¡Qué bien lo has hecho! Ocho años después se reencontraron casualmente. Manolo estaba acabando Historia. «Me contó que fui el primero que no se burló de él por su afición -recuerda Marina-. Me dijo: ‘Todos me decían que era un imbécil y yo estaba convencido de serlo, pero usted me tomó en serio y empecé a pensar que quizá no fuera tan torpe como creía’». Para Marina, aquel exalumno es solo uno de muchos casos de niños que pasan años en la escuela sin escuchar un simple: «¡Qué bien lo has hecho!».

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Raquel Serrano es hoy gestora cultural (44 años) y Victorino García, 63 años, profesor de artes plásticas jubilado, se dedica a la fotografía artística.

Hasta que Victorino se cruzó en su vida, a sus 15 años, Raquel se había considerado una alumna mediocre; así la hacían sentirse los profesores. «Me despreciaban. Trabajaba duro para intentar seguir el ritmo, pero me quedaba afuera. Me rompía cuando me decían que no era verdad que había estudiado -recuerda-. La ortografía es el caballo de batalla para un disléxico, la comprensión lectora es muy lenta e influye en todos los temarios, pero les daba igual si participaba en clase, solo les importaba la nota de los exámenes, de los que siempre salía llorando».

El quid de la cuestión, cree Helena Oyarzabal, pedagoga especializada en programación neurolingüística e intervención en dificultades de aprendizaje, está en las palabras. «Es increíble el cambio que pegan los niños. Te dicen: ‘Jo, ¡sí que puedo hacerlo! Pensaba que no podía…’ -ilustra-. Saber escucharlos, hablarles y ofrecerles estrategias de aprendizaje es fundamental para sacarlos de la espiral de presión y frustración en la que están metidos. Porque no son pocos los problemas emocionales y sociales asociados a las dificultades de aprendizaje».

Baja popularidad entre los compañeros, dificultad para hacer amigos y mantenerlos, incomprensión familiar… son situaciones cotidianas para estos niños. «Son rechazados y aislados, se burlan de ellos -analiza la pedagoga-. Y los padres no suelen ser tolerantes; al contrario, son muy exigentes, sobreprotectores, y acaban estudiando más ellos que los niños, lo que les genera mucha presión, porque ven que sus padres pasan cinco horas con ellos y siguen sin avanzar».

Son problemas que, según Oyarzabal, se inician en el aula. Los profesores asumen muchas veces que el niño no alcanzará los objetivos y lo dejan de lado. «Se les baja la exigencia como si no fueran capaces y la motivación decae -denuncia-. Si no les gusta y no consiguen hacerlo ‘bien’, acaban ansiosos y frustrados».

«Escucharlos, hablarles y ofrecerles estrategias de aprendizaje es fundamental para sacarlos de la espiral de presión y frustración en la que están metidos», afirma una pedagoga

Frustrados, entre otras cosas, por no conseguir mostrar hoy lo que los adultos temen que no sea capaz de desarrollar en unos años. Sobre esta percepción diferente del tiempo ha reflexionado el escritor francés Daniel Pennac en Mal de escuela. Hablarle a un niño del porvenir es como pedirle que mida el infinito con un decímetro. Para los pequeños, escribe Pennac, el futuro cabe en los pocos días que se acercan. La expresión «llegar a ser algo» es paralizante, porque expresa la inquietud o reprobación de los adultos. Pennac, pésimo estudiante, escribe desde el punto de vista de los malos alumnos. Como no podía comprender ni lo que le enseñaban ni lo que se esperaba de él, puesto que se lo consideraba un incapaz, su actitud fue: «¿Para qué deslomarse si las más altas autoridades consideran que la suerte está echada?».

Con 14 años, sin embargo, encontró a su salvador. Pasmado ante su capacidad para inventar excusas para justificar lecciones no aprendidas y deberes sin hacer, el maestro lo exoneró de las redacciones y le encargó una novela, que Pennac debería redactar en un trimestre, a razón de un capítulo por semana. «Escribí con entusiasmo, corregía cada palabra con la ayuda del diccionario y entregaba los capítulos con la puntualidad de un folletinista profesional -relata en su libro-. Por primera vez; existía escolarmente para alguien».

Muchas veces, sin embargo, se confunde motivar con divertir, y no es lo mismo; no se trata de atraer por un rato el interés del alumno. «Tenemos tres palancas para la motivación -explica Marina-. La cuestión está en cómo usarlas, si una u otra o todas a un tiempo, según cada caso». La primera es que todo el mundo quiere pasarlo bien. «Para motivar, en este caso, hay que conectar con algo que aumente el bienestar: el clásico premio», ilustra el filósofo. La segunda: todos quieren ser reconocidos, elogiados, apreciados por los demás y mantener relaciones afectuosas. Y la tercera: todos quieren sentir que progresan, que son capaces, que no son insignificantes.

«Nuestra profesión no es enseñar, es que aprendan»

«Cuando quieres motivar a un niño, no hay que esperar a que se apasione por el tema, sino enlazarlo con alguno de los tres deseos. un premio, un reconocimiento o sentirse capaz», dice Marina. Según él, para aprender, el alumno debe tener ganas, porque es una tarea activa, que exige esfuerzo. El pedagogo, sin embargo, matiza: motivación sí, pero sin prescindir del concepto del ‘deber’. «Los psicólogos, al introducir la idea de que para hacer cualquier cosa hace falta estar motivado, nos metieron en un callejón sin salida. ¿Qué pasa si el alumno no está motivado? ¿No lo hace? -cuestiona-. Hemos insistido tanto en la motivación que parece que sin ella no se puede hacer nada. Es un disparate. Ojalá lo hiciéramos todo con ganas».

Es decir, los maestros deben tener claro su objetivo. «Nuestra profesión no es enseñar. Nuestra profesión es que aprendan. ¡Todos! -enfatiza Marina-. Esa es su grandeza. Somos expertos en aprendizaje. Saber la materia que enseñamos no basta. Debemos saber cómo conseguir que la aprendan». Una tarea de alta complejidad que, según él, exige a los profesores ser profesionales de élite, sobre todo en la enseñanza obligatoria. «En las aulas debería poner lo mismo que en los quirófanos: ‘aficionados, abstenerse’», sentencia.

«A los otros profesores les daba igual que no participara, solo les importaban los exámenes»

La historia de Raquel emociona a su antiguo profesor de dibujo artístico y técnico, que no se acordaba de ella. «Me alegra haber puesto mi grano de arena -dice con modestia-. No me consideraba un profesor más allá de la media, pero me volcaba con los chicos, quería enseñarlos a mirar; les mostraba mis fotos, sus texturas, sus colores; les daba libertad total para expresarse… Siempre que no ofendieran a nadie, claro». En sus clases, en 3.º de BUP, tras su largo recorrido escolar de frustración, Serrano, por fin, se encontró a gusto. «Victorino jamás me etiquetó. Vio mi potencial, me dio seguridad, era mi ancla, sacó lo mejor de mí», cuenta Raquel, que hoy se dedica al arte, como gestora.
Como a ella, Victorino también motivó a otros alumnos que acabaron en Bellas Artes y otros oficios relacionados con la imagen. «Mis fotos de paisajes, por ejemplo, tienen una relación geográfica-social, porque tuve un profesor que me hizo enamorarme de la geografía», recalca García.

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