Pablo Ibar ha sido condenado a cadena perpetua, esquivando la pena capital.  Ibar ha  pasado 16 años encerrado en el corredor de la muerte -de los 25 que lleva preso- declarando su inocencia.

• Pablo recibe en el corredor de la muerte a XLSemanal.

La familia respiró tranquila tras escuchar la sentencia  del jurado a favor de la cadena perpetua, el menor de los males, al no ponerse de acuerdo los miembros del jurado sobre la pena capital, que requiere de la unanimidad de todos los miembros.

Todo comenzó el  14 de julio de 1994, Pablo Ibar estaba sentado en el asiento del copiloto del coche que conducía Álex Hernández, compañero de correrías juveniles. Pablo tenía 22 años y cruzaba Miami por la autopista 95 con el depósito a punto de vaciarse.

Su padre, Cándido, de Guipúzcoa, vivía en Connecticut, donde entrenaba a jóvenes jugadores de cesta punta. A su madre, María, nacida en Cuba, le acababan de diagnosticar un cáncer. Ninguno de los dos sabía entonces que Pablo trapicheaba con droga y mucho menos que él y Álex conducían rumbo a casa de unos traficantes colombianos a reclamarles una deuda.  «Yo no era un santo, pero jamás he matado a nadie», repetía hasta la saciedad Pablo. El depósito sucumbió a la lógica, y el coche se detuvo en plena autopista. Pablo tuvo que caminar rumbo a la gasolinera más cercana con un bidón en sus manos. Un policía lo paró por el camino y el español, como el coche no estaba en regla, le explicó que el combustible era para el cortacésped. Lamentablemente, el agente lo creyó. Y al hacerlo, al dejarle marchar, propició que Pablo y Álex llegaran a la casa de los colombianos, que discutieran con ellos, que alguien llamara a la Policía, los detuvieran y que, mientras Pablo estaba en el calabozo, un detective creyese que había detenido al tipo que aparecía en la imagen de un asalto. «Te tengo», le dijo olvidando el asunto de los colombianos. Y lo acusó de triple asesinato. Era el 14 de julio de 1994. Desde aquel día, Pablo jamás ha salido de prisión.

La detención de Pablo fue el pistoletazo de salida de una fatídica sucesión de calamidades. El crimen con el que se lo relacionó fue el asesinato de Casimir Sucharski, dueño de un club nocturno, y de dos bailarinas. Dos hombres entraron en la casa de Casimir a las 7.18 de la mañana del 27 del junio de 1994 y, tras propinarles una paliza, los ejecutaron. Una cámara instalada en el salón recogió el rostro de uno de los asesinos. La imagen es de una calidad pésima. Pero el detective Paul Manzella lo tuvo claro. Para él, tal y como testificaría en el juicio, el tipo de la imagen era Pablo.

Pablo fue acusado de un triple asesinato del que siempre se declaró inocente. Junto a él fue también acusado Seth Peñalver, compañero de trapicheos juveniles. La coartada enseguida apareció: a las 7.18 de la mañana de aquel 27 de junio de 1994 Pablo estaba durmiendo con Tanya. Lo recordaba ella, lo recordaba Pablo y, sobre todo, lo recordaba la prima de Tanya, que los pilló en la cama aquella mañana que los padres de Tanya habían salido de viaje. Lo recuerda también Alvin, la madre de Tanya, que llamó aquella noche y le contaron la travesura de su hija, por entonces de 16 años. Lo recordaban todos, pero el jurado no los creyó. Tampoco le importó al jurado que en la escena del crimen ni la sangre, ni el cabello ni las huellas encontradas fueran de Pablo. El único testigo, Gary Foy, vecino de Casimir Sucharski que aseguró ver a Pablo y a Seth abandonando la casa, tampoco parecía muy convencido. «No estoy seguro» , llegó a decir.

Pero ni con esas. Kayo Morgan, el abogado de oficio que le fue asignado, fue la nota final en la maldita sinfonía que terminó con Pablo en el corredor de la muerte. Enganchado a los ansiolíticos, su estado durante el juicio fue tal que terminaría reconociendo en una carta posterior que no estuvo en condiciones de defender a Pablo. El resultado: tras seis años de aplazamientos, el 14 de junio de 2000 Pablo Ibar fue condenado a muerte por el Tribunal Supremo de Florida.» Se me acabó la vida», le susurró a su padre mientras la presidenta del jurado leía el veredicto.  Desde ese día, Pablo ha vivido en una celda individual de dos por tres metros de la que solo puede salir al patio dos veces a la semana, dos horas cada vez.  Viste mono naranja y lleva grilletes. Su vida está centrada ahora en que le repitan el juicio. «Yo no pido que me suelten porque sí -dice-, pido un juicio justo.

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