1936. Un submarino republicano frente a las costas de Málaga. Un torpedo nazi. 37 víctimas atrapadas en un cofre de acero. Por Carlos Manuel Sánchez

Un submarino leal

Atónito, el operador de radio del submarino C-3 descifra un mensaje urgente: «…en caso de rebeldía por parte del mando, redúzcanlo cumpliendo órdenes de la República». ¿Se han vuelto locos? ¿Qué está pasando? Acaba de estallar la Guerra Civil y en la Armada reina la confusión. La mayoría de los jefes y oficiales simpatizan con los sublevados; la marinería, con el Gobierno legítimo. En los barcos de superficie se suceden amotinamientos y detenciones. Algunos capitanes son ejecutados. Pero un submarino es un arma peculiar. El espacio es reducido y la convivencia, estrecha. Mandos y subordinados se conocen bien. Más que respeto, hay aprecio.

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En el C-3 se forma una comisión insólita: un maquinista, un fogonero y un cabo electricista deliberan. «¿Qué hacemos?» Lo primero, ver de qué pie cojea el comandante. Lo interrogan por las bravas. «¿Es usted leal a la República, mi comandante?» Responde con evasivas, en plan ‘cómo se atreven a dirigirse a un superior saltándose el conducto reglamentario’. Ellos se miran unos a otros, indecisos. Por fin deciden detenerlo y obligarlo a desembarcar. Toma el mando un alférez sin experiencia, Antonio Arbona.

El submarino recibe la orden de trasladarse al Cantábrico. Patrullará tres meses sin lanzar un torpedo, hasta que sufre una avería que le obliga a volver a Cartagena. Hace escala en Tánger. «Allí, un representante de Franco ofrece al alférez Arbona mucho dinero por entregar el submarino, pero rechaza la oferta», explica el historiador Jorge Bañón. Y eso que Arbona simpatiza con los falangistas, pero pesa más la lealtad a sus compañeros.

Cruzan el Estrecho de Gibraltar con los motores parados. Una proeza. Llegan a Cartagena y sin tiempo para descansar reciben la orden de partir hacia Málaga. Los marineros protestan. Un oficial ruso les hace formar y les reta: «Que dé un paso al frente el que no quiera embarcarse». Si se ponen gallitos, los fusilan. Zarpan con la moral por los suelos. Van al matadero, y lo saben.

La última misión

El submarino patrulla las aguas del mar de Alborán, a cuatro millas de Málaga. Lo de patrullar es un decir. No tiene electricidad para sumergirse, ha dejado un motor en Almería y el otro va justito.

Pasan 19 minutos de las dos de la tarde del 12 de diciembre de 1936. En la torreta, el comandante Arbona vigila el horizonte con los prismáticos. Un oficial y el timonel le acompañan. El timonel se llama Asensio Lidón. Cree ver el lomo de un delfín acercándose al casco. Cuando identifica el reflejo metálico quiere dar la voz de alarma, pero una explosión ahoga su grito.

El navío se hunde sin remedio. Toca fondo a 61 metros. Se parte en dos

El torpedo penetra a la altura del compartimento de baterías. Se produce una fuerte reacción química al entrar en contacto el agua del mar y las baterías. El C-3 se inclina violentamente de proa. La electrolisis provoca mortales burbujas de ácido clorhídrico. El navío se hunde sin remedio. Toca fondo a 61 metros. Se parte en dos.

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De los 40 tripulantes, 37 mueren ahogados. Tres hombres se debaten en el agua, succionados por el remolino. Los supervivientes nadan durante cuatro horas. Se han quitado la ropa, salvo los calzoncillos. Es pleno invierno y están al borde de la hipotermia. Oscurece. Cuando se creen muertos divisan los reflectores de una lancha. Son rescatados y trasladados a un buque hospital.
Unos días más tarde, a Lidón lo interroga el jefe de la flotilla de submarinos republicana. Le ordena que diga que no ha visto ningún torpedo. Que la explosión fue fortuita, un descuido por fumar en sitios peligrosos. Lidón siempre sospechó que el alto mando era un traidor. Que les puso a tiro.

La operación ‘Úrsula’

El bando nacional había pedido a alemanes e italianos que le ayudaran en la guerra submarina. Los nazis enviaron dos sumergibles a las costas españolas en misión secreta. Hacerlo conllevaba riesgos diplomáticos, porque oficialmente Alemania era neutral, pero Hitler pensó que sería un buen entrenamiento para sus queridos lobos grises.

Los torpedos alemanes suelen fallar. Su espoleta magnética es una ‘castaña’

La operación recibió el nombre de Úrsula. Nadie, salvo los involucrados, debía ser informado. Tampoco el Gobierno de Franco. Los submarinos asignados son el U-33 y el U-34. Tienen órdenes de no ser avistados. Para ello, deben borrar los elementos de identificación. Son buques fantasmas. En sus transmisiones, simulan ser mercantes. Sus dotaciones han firmado, bajo pena de muerte, no hablar nunca de la operación. En caso de incidente, izarán una bandera republicana y se pondrán uniformes españoles.

El 12 de diciembre, el comandante Harald Grosse, al mando del U-34, contempla un submarino republicano en el periscopio. Decide probar suerte. Los torpedos alemanes suelen fallar. Su espoleta magnética es una ‘castaña’. Los lobos grises llevan ya diez ataques y no aciertan ni a un patín de pedales. Pero el C-3 apenas se mueve y Grosse da la orden de disparo. «¡Los!». El sumergible cabecea debido a la pérdida de peso por la salida del torpedo. El hidrofonista sigue la trayectoria, descontando los segundos para el impacto…

Durante muchos años el Gobierno franquista justificó la desaparición del C-3 por una explosión fortuita de las baterías, hasta que se supo de un mensaje cifrado que el Poseidón, nombre en clave del U-34, envió a Berlín. «Hundido submarino rojo tipo C ante Málaga.» El nazi fue condecorado por esta acción. El verdugo del C-3 también acabó trágicamente, durante la contienda mundial. Grosse y su medalla yacen en su tumba de acero en el Mar del Norte.

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