Aquel Madrid

Neutral corner

La otra noche, nos juntamos en un restaurante tres amigos de la misma generación y de la misma ciudad. Tenemos una cena estable y aquel a quien corresponde invitar escoge lugar en su barrio. Me tocaba pagar y por ello sufrí muchísimo cuando, en la sobremesa, ellos despreciaron mis entusiastas elogios de los destilados de producción nacional y se dejaron embaucar por un camarero, sospecho que un cómplice, que los sedujo con alcoholes remotos y exóticos, envejecidos en barricas, con retrosabores y mandangas así. El camarero trajo una mesa auxiliar y alineó en ella instrumental como si en vez de a preparar unos combinados se dispusiera a operarnos de apendicitis y casi manipuló las botellas con los guantes que se usan para proteger las antigüedades en Sotheby’s. La próxima vez los llevaré a un Burger King y que apechuguen con la coronita.

La conversación, amena y afectuosa como siempre, nos hizo comparar en algún tramo de la noche nuestras infancias y adolescencias. Cómo las habíamos vivido en los mismos años y en el mismo Madrid. Me di cuenta de una cosa en la que rara vez pienso: los chavales de principios de los ochenta en Madrid tenemos todos motivos para sentirnos un poco supervivientes. Como procedemos de distintos barrios, el grado de dureza era diferente. Por ejemplo, el que fue niño en el Cerro de la Mica y dio sus «primeros besos junto a las tapias del canódromo», como decía el cantante de los Pogues que los dio junto a los muros de tristes fábricas, contó que, antes de empezar una pachanga de fútbol con los amigos, había que hacer limpieza en el parque para levantar todas las jeringas con las que podían pincharse. Pero el caso es que todos, los céntricos y los suburbiales, vivimos de pleno una plaga que rara vez se considera como tal y que, sin embargo, lo fue hasta el extremo de crear otro tipo de ‘generación perdida’: la heroína, el caballo, el jaco, llámese como se quiera a esa maldición que jamás remitió del todo, obviamente, pero que en aquella época diezmaba las fotografías de los cumpleaños, fabricaba ‘walking deads’, enviaba chicos a la cárcel y al cementerio. Se nos hizo extraño recordar, por ejemplo, con qué naturalidad vivíamos los niños de entonces la experiencia de ser atracados con cierta frecuencia a punta de navaja. Y no por ello renunciábamos a la calle ni a la pandilla como sí lo hacen ahora quienes tienen en casa tentaciones tecnológicas. Aquello fue una masacre antes incluso de que entrara el sida.

A esto agréguese la ETA. El hecho de que estuviera asumida, casi como rutina, la certeza de que cada cierto tiempo estallaría en algún lugar de la ciudad una bomba que se llevaría por delante a media docena de personas. Esa tensión perdura por culpa del terrorismo yihadista. Pero creo que es distinto porque no conozco a nadie de aquella época que no tenga un recuerdo personal de alguna bomba de ETA: los cristales que le temblaron mientras se cepillaba los dientes, la columna de humo que vio desde la terraza de casa, la relación más o menos directa con alguien afectado. Los mecanismos policiales que tanto nos habituaron a términos como ‘Operación Jaula’. La tristeza solemne, casi el escalofrío, que meses y años después aún nos acongojaba cuando pasábamos por los escenarios de las grandes masacres.

Ese fue un Madrid de entonces medio tapado por Pepi, Luci y Bom y por la propaganda oficial acerca de la apertura a la modernidad traída por la Movida y por las visitas de las grandes bandas de rock. Recordarlo nos hizo asombrarnos por una evolución de Madrid en la que no siempre reparamos. Esos antiguos guetos que ahora son barrios residenciales, esas chabolas del caballo en las que ahora hay piscinas. Esa ciudad en la que mandas un niño a la calle, suponiendo que lo despegues de la Play, y no lo haces temiendo ni a los atracadores ni a los bombarderos. Que nos hubieran dicho, a los niños de los ochenta, que en vez de magdalenas había que pedir muffins. O barricas envejecidas en vez de Dyc.

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