Fernández y Roche, de Santiponce a Judea

Arenas movedizas

Corría el año 1885 cuando un señor apellidado Fernández y otro llamado Roche, trabajadores del próspero negocio de la sombrerería, decidieron instalarse por su cuenta. Por aquel entonces, y por un buen puñado de años más, todo el mundo llevaba algo en la cabeza cuando salía a la calle. Hicieron de la confección artesana de gorras, boinas y sombreros todo un arte e iniciaron una saga que llega hasta nuestros días, ya que Fernández, por demás, casó con una hermana de Roche y ambos apellidos quedaron unidos por cuestiones familiares, además de por las meramente empresariales. Así hasta hoy.

Cualquier filmación que remita a aquellos años de primeros del siglo XX ofrece el panorama indudable de un mar de cabezas cubiertas. En los toros, en el fútbol, en una procesión, en cualquier acto de masas, los hombres siempre llevaban sombrero en horario solar. Y las mujeres rara era la vez que salían a la calle medianamente compuestas sin un tocado. Hasta los niños y adolescentes aparecen en películas y fotografías con gorras de todo tipo. Los negocios de sombrerería proliferaban por doquier, abastecían a una gran parte de la población y resultaban prósperos y rentables negocios.
Hasta que llegó la República en 1931, momento en el cual el uso del sombrero sufrió una merma como consecuencia de su apariencia clasista. Se instaló un desafío social consistente en desprenderse de sombreros y asignar su uso a tiempos superados por las revoluciones sociales que iban adheridas, supuestamente, al advenimiento de la segunda de las repúblicas que ha vivido España. Al desaparecer esta, uno de los argumentos publicitarios de un comercio de sombreros, Brave de nombre, fue el eslogan «los rojos no usaban sombrero», en contraposición con la acusación de ‘fascista’ que abundaba en la España republicana para quien usara esa prenda. Alguno pagó con su vida en el Madrid republicano usar sombrero o corbata.

Hasta los años sesenta, el sombrero era bastante usual, aunque nunca tanto como antes de la guerra. El automóvil cubierto también tuvo algo que ver con dejar la prenda olvidada en casa, pero quienes más cambiaron las costumbres fueron los nuevos ídolos de esa década, desde Elvis hasta Kennedy, símbolo de Camelot, de elegancia y modernidad, primer presidente norteamericano que lucía cabeza descubierta. Y así hasta nuestros días, en los que los dermatólogos insisten en su uso en verano y en los que comercios como Fernández y Roche son supervivientes gracias a diversas circunstancias; en el caso de estos sevillanos, la tradición judía de gastar sombrero.

En el mundo hay algo más de unos catorce millones de judíos (seguramente usted creía que había más), la mitad hombres. No todos usan sombrero, evidentemente, solo los más ortodoxos, un veinte por ciento, lo que significa cerca de millón y medio. Cambian de sombrero cada tres o cuatro años y son unas cuatro empresas las que les surten, una de ellas la sevillana Fernández y Roche (la principal junto con los célebres Borsalino), lo que significa que desde Santiponce se reparten los sombreros de una clientela potencial de unos trescientos mil individuos. Cada sector ortodoxo tiene sus particularidades y cada uno de ellos quiere el sombrero de un tipo, pero básicamente todos de ala dura, grande, por supuesto negros negrísimos y confeccionados con pelo de conejo y algo de castor. El conejo es el primer surtidor de materia prima para casi todos los sombreros, a excepción de los veraniegos de Panamá, que, si son buenos, se hacen con material fabricado en Ecuador (los baratos que se venden en cualquier chino están hechos de papel, celulosa y cosas que hacen que, si lo pierde, no pase nada). Para hacer un sombrero hace falta el pelo de unos doce conejos de media, lo que hace de los mataderos el suministrador por excelencia de lo que luego nos colocamos en la cabeza. Al parecer, después de casi haberse extinguido su uso, el sombrero vuelve a ser un complemento del que se echa mano de vez en cuando, y no solo para evitar el sol. No digamos las gorras en el caso de los más jóvenes.

Fernández y Roche, de cabeza de judío en cabeza de judío, llevan más de cien años ahí. Algo habrán hecho bien.

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