Derecho al miedo

Artículos de ocasión

A mí me gusta llamarlo la tiranía sin tiranos, porque evidencia una deriva de la democracia muy de nuestros días. Utilizamos los medios que nos pone al alcance la libertad para optar por soluciones dictatoriales. El último ejemplo ha venido de Brasil, donde la primera ronda de votaciones electorales ha concedido una mayoría aplastante al candidato Bolsonaro. Su apellido resuena con la potencia de los nombres comerciales de más éxito. En su caso, además, se confirma la predilección de los electores por las sagas familiares. Sus hijos forman parte de la candidatura y han obtenido asientos parlamentarios. He aquí otro rasgo del mundo en que vivimos. Quizá la monarquía no tiene buena prensa, pero los sentimientos monárquicos invaden la esfera electoral y ya no se elige tan solo a personas, sino a familias que se van pasando el relevo por código genético más que ideológico. Cuando uno habla de los Bush, los Trump, los Clinton, los Le Pen, no puede evitar verlos reducidos de modo ridículo a sagas monárquicas en tiempos de democracia. La tiranía sin tiranos consiste en la delegación del mal en representantes democráticos, ellos son elegidos para ejercer de malvados, mientras sus votantes eluden la culpa. Pero a estas alturas no queda nadie que dude de la gran popularidad de Hitler, Stalin, Franco o Mussolini en sus tiempos de poder. ¿Acaso eso los convertía en líderes democráticos?

La confusión entre la popularidad y la democracia es lamentable. Se escucha a mucha gente tratar de terminar cualquier discusión con la orden de votar. Se vota y así decidimos. Si el voto significa sepultar la opción del otro porque resulta perdedora numéricamente, contradice de raíz su esencia democrática. Por eso el liderazgo de los nuevos agentes reaccionarios no aparenta contradecir la democracia, pero la desnuda de su valor esencial, que no es otro que el respeto por las minorías, por los menos representados. En muchos casos, el avance de estas propuestas xenófobas y autoritarias se debe a una reacción contra los progresos de las sociedades. Hemos impuesto un ritmo de reformas civiles que no toda la sociedad ha acompañado. En las últimas semanas se ha escuchado a cada líder del nuevo fascismo, ya sea español o brasileño, hablar en contra de las leyes de protección a las mujeres, de los matrimonios homosexuales, de las políticas transgénero. Anticipan un apoyo popular para los que pretenden frenar esos avances, quizá porque el progreso no ha venido acompañado de pedagogía. Sin obviar, por supuesto, la honda raíz religiosa de tales movimientos políticos, quienes pensaban que el integrismo era solo una cualidad del islamismo radical estaba equivocado. Todo dogma fabrica integristas.

El error consiste en enfrentarse a estos liderazgos reaccionarios desde el desprecio a sus votantes. Lo vemos habitualmente en Estados Unidos, donde se tilda con facilidad a los votantes de Trump de incultos, paletos y racistas. Puede que lo sean, pero todo votante merece un esfuerzo de seducción. Los que apoyaron a Trump, como muchos votantes de Salvini y Le Pen, fueron antes votantes de proyectos fallidos de izquierdas, perdieron la paciencia y, sin traicionar a su origen obrero, se radicalizaron. Si se observa atentamente la escalada de la ultraderecha en el mundo, se comprende que responde a un miedo generalizado. Nosotros somos nuestros miedos, nunca debemos olvidarlo. Cometimos un error al no incluir entre la lista de derechos humanos el derecho a tener miedo. La libertad es un espacio incierto, donde el respeto por el otro, por su diferencia y su expresión abierta, en ocasiones nos expone a lo imprevisible. Eso nos provoca miedo. No es raro que dentro de nosotros se esconda un reaccionario, al que solo la transmisión de confianza y la esperanza positiva convertirán en un creyente de las bondades del progreso. La seducción a través de ese miedo es la que lleva a masas de votantes en democracia a elegir a golpistas. Si antes el militarismo y el autoritarismo se imponían con tanques que suspendían el acuerdo democrático, ahora han dado con un camino más sencillo a través de las urnas. Es menos doloroso, pero mucho más cínico. Por eso la suma de democracia y miedo obtiene el grado cero de libertad. Atajar el miedo es la potencia pendiente del sistema libre. Lo otro es insultar al rival sin el menor deseo de comprenderlo, la peor receta en democracia.

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