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ANIMALES DE COMPAÑÍA

Feliz Navidad

Juan Manuel de Prada

Lunes, 24 de Diciembre 2018

Tiempo de lectura: 3 min

Leo que en estas fechas navideñas que se acercan se multiplican las depresiones, melancolías y otras afecciones parecidas del alma. No debe extrañarnos, pues la Navidad, por mucho que nos empeñemos en desvirtuarla, es una fiesta que nos confirma que aún hay esperanza para el hombre; y como nuestra época nos impone la desesperación como una suerte de gozosa rutina, la Navidad nos trae el perfume de la nostalgia de la vida a la que hemos renunciado. Primero nos han obligado a renegar del manantial del que brota la única felicidad perdurable; y luego se nos exige durante estas fechas una impostación de felicidad, con la consiguiente quiebra anímica. La razón de este desmoronamiento anímico suele asociarse a la memoria de la infancia. ¡Fuimos tan dichosos, cuando la inocencia nos asistía, por estas mismas fechas! La nostalgia de esta inocencia perdida (que en realidad es nostalgia de un estadio en el que el alma aún estaba llena de divinidad) proyecta sobre nosotros una insufrible angustia existencial, una convicción aciaga de que ya nunca seremos aquel niño que asistía arrobado a un despliegue incesante de maravillas. Al compararnos con aquel niño estupefacto y gozoso, solemos reaccionar de dos maneras posibles: sintiendo asco hacia nosotros mismos, hacia la birria resabiada que ahora somos (así se entiende el creciente hastío o desapego que sentimos hacia nuestra propia vida… y hacia la de los demás); o bien sintiendo asco hacia aquellas antiguas maravillas que antaño nos dejaban arrobados (así se explica el odio antirreligioso cada vez más extendido en nuestra sociedad, que a la postre es odio hacia nosotros mismos). Ambas reacciones redundan en nuestro disgusto con el mundo, que se exacerba cuando lo confrontamos con el disgusto de quienes nos rodean. Así, ocurre con frecuencia que las reuniones navideñas se convierten en una ‘suma de disgustos’, en un recordatorio de las rencillas enconadas y las divisiones que  minan nuestras familias. Y el caso es que la Navidad es una invitación a recuperar la infancia. Nos invita, desde luego, el Niño en el pesebre; pero también la Mujer que está a su lado, amamantándolo o apaciguando su llanto. Aunque nos corroa la desesperación, la infancia siempre nos emociona y nos obliga a bajar, con vergüenza y humildad, la mirada ante su inocencia. La Navidad mete una brisa de inocencia en nuestras vidas corrompidas por la claudicación y la amargura, por los resabios y las purulencias que hemos ido acumulando a través de los años y que no hemos sido capaces de sacudirnos, por miedo o conveniencia. Y entonces nos confrontamos con esa escena que nos habla de una inocencia sin miedo ni conveniencia, una inocencia tan intrépida que nos resulta desafiante, retadora, casi inconcebible: porque cuestiona todas las convenciones desesperadas que hemos ido acatando con los años; porque interpela dolorosamente la inocencia que también anidaba dentro de nosotros y nos hemos encargado de enterrar, bajo toneladas de desesperación. El gran Leonardo Castellani escribía en uno de sus gozosos y dilucidadores artículos: «A medida que se va perdiendo el sentimiento de lo sacro, se han ido multiplicando las fiestas seudosacras sin contenido sacro; a causa de la ley biológica que dice: A medida que disminuye lo vivo, aumenta lo automático. (…) No se puede hacer reír a la gente por decreto; tampoco se la puede hacer sentir. Un hombre puede llevar al río un caballo; pero ni diez hombres pueden hacerlo beber si no quiere». Nuestra época pretende convertir la Navidad es una fiesta sin contenido sacro, envilecida de consumo bulímico y felicidad postiza; y sólo ha logrado matar lo vivo que había dentro de nosotros, esa infancia que pugna por asomar y que perece estrangulada, llenándonos de melancolía y depresión. Conviene recordar la célebre frase de Chesterton: «Quitad lo sobrenatural y no encontraréis lo natural, sino lo antinatural». Nuestra época ha expulsado a Dios de su seno; y lo que le pasa ahora es muy sencillo: no tiene a Dios. Y sin Dios el hombre no puede hacer cosas divinas; ni siquiera puede divertirse, pues sin Dios no hay comunión verdadera entre los hombres, y sin comunión verdadera no puede haber fiesta, sino depresión y melancolía, aunque sean disfrazadas de guasa y atracón de turrones. Que es lo que ocurre cuando se estrangula lo vivo que anida dentro de nosotros. Deseo a las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan una Navidad en la que la brisa de la inocencia (que es la brisa de lo sobrenatural) no deje de soplar en sus vidas.

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