The Frick Collection

Arenas movedizas

Un paseo neoyorquino, antes o después, obliga a entretenerse durante unas horas en el Metropolitan, en el Guggenheim o en el MOMA, por citar tres de los museos más importantes de una ciudad que exhibe una fuerza museística descomunal. Hay que ir provisto de tiempo y ganas, especialmente si se quiere ver cualesquiera de ellos desde la primera a la última obra que cuelgan en sus paredes. Los amantes de la pintura saben que el Metropolitan tiene cerca de dos millones de objetos y obras maestras de Monet, Cézanne o Rembrandt; que el MOMA es el templo ideal para contemplar a Dalí, Miró, Picasso o Van Gogh; que el Guggenheim vale tanto en continente como en contenido y que nadie debería perderse tesoros de Kandinsky o Chagall… pero muchos no conocen o no han reparado en una pequeña y deslumbrante galería en la Quinta Avenida, a la altura de la calle 70, frente a Central Park, llamada The Frick Collection. Esa suerte de palacete de dimensiones considerables era la mansión que Henry Clay Frick se hizo construir en 1913 y por la que pagó unos cinco millones de dólares. ¿Quién era ese hombre con asombroso buen gusto para coleccionar obras de arte? Frick nació y creció en Pennsylvania y tras unos inicios sencillos hizo dinero con el carbón: era quien lo suministraba mayoritariamente a la próspera industria del hierro y el acero de Pittsburgh. Se asoció con Andrew Carnegie, el multimillonario filántropo fundador del célebre Carnegie Hall, para suministrar todo el material que precisaba la portentosa construcción del ferrocarril y fue amasando una fortuna considerable. La ruptura con Carnegie hizo que acumulara muchos millones de la época, que invirtió en obras de arte, una tras otra, con criterio exclusivamente contemplativo: compraba lo que le gustaba, fuera del Barroco, del Renacimiento, del Romanticismo o del Siglo de Oro Neerlandés. La casa de la Quinta Avenida, en la que solo llegó a vivir cinco años, fue diseñada por Thomas Hastings precisamente para combinar una casa familiar con una galería de arte. En su cabeza estaba el que algún día esa casa pudiera visitarse y las obras fueran exhibidas para deleite de amantes del arte. Dejó dicho que a la muerte de su mujer se abrieran las puertas, cosa que ocurrió en la década de los treinta, y que nunca jamás saliera ninguna obra de paseo por el mundo para ser exhibida en exposición alguna. Su hija Hellen, que murió en el 83 con 96 años, siguió al frente de la Fundación y fue ampliando la colección de arte con piezas que ya sí han rodado por el mundo. Las que compró Frick no: esas jamás han cruzado la puerta de la mansión.

Pocos días antes de pasarme por Nueva York a que Rocío Crusset me diera una vuelta por la ciudad en la que vive, el maestro Andrés Amorós me alertó de este singular y monumental compendio de arte. «Sería imperdonable que te acercaras por Central Park y no entraras en casa de Frick. Es la media hora más placentera de Nueva York».

¿Y qué puede uno contemplar en The Frick Collection?: obras maestras de grandes genios de la pintura y, en menor medida, de la escultura. Son varias estancias aprovechando la estructura de la casa señorial en la que vivió aquella familia acorde a la época que les correspondió. Minucias: un par de Goyas, un Murillo, un Velázquez, tres Rembrandt, tres Vermeer (de los apenas treinta que se conservan), un par de obras de El Greco, Tiziano, Van Eyck, Manet, Monet, Degas, Renoir, Bellini, Constable, Gainsborough, Rubens, Veronés… Retratos y, en menor medida, paisajes. El Velázquez, situado en privilegiado lugar, es un retrato de Felipe IV hecho durante la campaña para echar a los franceses de Lérida y es, evidentemente, portentoso. Como lo es asimismo cada ambiente dedicado a albergar colecciones enteras que Frick fue comprando poco a poco, en función de aquello que tuviera a tiro y sin preocuparse en exceso por el dinero. Es un paseo delicioso por un tiempo de Nueva York, principios de siglo pasado, totalmente vigoroso antes de que llegara la Gran Depresión del 29. Si piensa pasar algunas horas en Manhattan, no deje de seguir el consejo de Amorós y, en menor medida, de este humilde paseante.

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