Nuestro tejado

Artículos de ocasión

Tuve la suerte de vivir en los Estados Unidos cuando el presidente Bill Clinton propuso la candidatura de Ruth Bader Ginsburg para el Tribunal Supremo. No parecía entonces que aquella mujer de cierta fragilidad física pero de convicciones de hormigón pudiera terminar por convertirse en un ídolo juvenil y social, una figura pop del progresismo en los tiempos de redes sociales. Pero así funcionan las cosas y, en contra de la natural tendencia a considerar siempre mejor lo nuevo que lo viejo, la inteligencia humana termina por apreciar valores como la resistencia, la coherencia y la solidez vital, aunque no sean a priori los más fotogénicos. La jueza Bader Ginsburg, o Notorious RBG como la llaman al modo rapero sus seguidores, es portavoz de la disensión progresista en cada sentencia del Supremo de Estados Unidos. No nos engañemos, es fácil destacar en las instituciones norteamericanas en nuestros días. Nunca antes se habían visto tan retadas por la regresión y la arrogancia casi de modo permanente. A cada dos pasos adelante en la legislación le corresponde un paso atrás. Es imposible progresar sin cuestionar ese progreso de manera constante.

Cuando a muchos les empezaba a parecer que el apego a la ley y a la Constitución en Norteamérica eran una rémora para proseguir con las conquistas sociales en apariencia apoyadas por un gran número de ciudadanos, descubren ahora que esas mayorías pueden variar. Mayorías tan o más potentes que las tuyas pueden dinamitar los avances conseguidos. Ese es el error habitual de movernos en una disputa entre buenos y malos. Los buenos podemos hacer lo que queramos sin reparar en las limitaciones; en cambio, los malos deben ser detenidos de inmediato. Pero la verdad es que buenos y malos somos todos y, por tanto, aquello que nos protege en ocasiones, en otras tiene la función de negarnos la razón. Así de sencillo. Las convicciones no bastan, merecen someterse al escrutinio colectivo. Esto es algo que también deberíamos aplicarnos en países europeos que a menudo se consideran un escalón por encima de los Estados Unidos en lo social, por el mero hecho de que nuestra historia es más longeva. Las dicotomías entre buenos y malos no funcionan. Los pactos han de ser mucho más ambiciosos y aglutinadores para permitir la convivencia.

De ahí que dos momentos de los que recuerdo en el nombramiento de la jueza Ruth Bader allá por 1993 contrasten con lo que estamos viviendo en nuestros días. El primero fue su presentación biográfica. Como es habitual en el nombramiento de los jueces del Supremo, a diferencia de España, sus candidatos son forzados a afrontar una audiencia pública. Propuestos por el presidente, se escucha su voz y se los obliga a contestar a cuestiones que generan inquietud. La jueza Bader, reconocida por sus triunfos como abogada en casos de igualdad de sexos, arrancó su presentación con un agradecimiento al compañero con el que vivía, imprescindible colaborador en su ascenso profesional. Y sin eludir el mayor escollo para su nombramiento, expresó una defensa de la ley del aborto que oponía la racionalidad frente a la pasión. Para ella, la legalización de ese derecho era el paso definitivo de una sociedad libre para dejar de tutelar a la mujer, para renunciar a erigirse en superior a ella y para permitirle el desarrollo personal en límites de intimidad que nadie tiene derecho a transgredir. Sigue siendo al día de hoy un alegato recomendable cuando la discusión se torna oportunista o metafísica.

Pero el segundo suceso que hoy resulta asombroso fue el respaldo a su nombramiento por parte del portavoz de la mayoría conservadora en el legislativo. Puedo estar en desacuerdo con muchas de las interpretaciones de la ley que usted defiende, dijo el representante de los republicanos, pero no tengo ninguna duda de su cualificación para ejercer el cargo de jueza del Tribunal Supremo. Sobre esa épica a veces un tanto alambicada se sostiene la democracia norteamericana. Como lo vemos también en los tiempos aturdidos del brexit en Reino Unido, hay algo en lo político y lo institucional que queda siempre por encima de lo personal, que se salvaguarda por el bien del rito democrático. El ciudadano necesita sentir que hay una bóveda superior a la pelea electoral, a la fuerza de la masa y al ejercicio destemplado del poder. Esa bóveda, a ratos invisible, a ratos pesadísima, es el tejado del viejo refrán. Ese que juzga como imbécil a quien tira piedras a su propio tejado

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