En gira de mentiras

Artículos de ocasión

Como todos los escritores europeos en su juventud, yo también sufrí una fascinación temprana por los novelistas norteamericanos. Crecimos bajo tal estado de colonización mental que no alcanzábamos a imaginar otra posibilidad de realizarnos profesionalmente que la de imitar los modelos que nos vendía la propaganda literaria. Justo al terminar la primera gran guerra europea, lo que nos venía de Estados Unidos cobró presencia avasalladora. Ya nunca más fue posible imaginarse escritor ruso o poeta japonés, poco a poco se fueron diluyendo las profundas raíces del intelectual francés o el icono cultural italiano, para todas esas funciones ser asumidas por el nuevo imperio. Con los escritores norteamericanos pasó como con los actores de Hollywood, que trasladaron un nuevo imaginario sin rival. Además, no faltaban ejemplos de enorme talento y obras apabullantes, que terminaron de completar el proceso de absorción. Así que, cuando te preparabas para ser un escritor en Madrid a finales de la década de 1980, apenas existía otra proposición en tu cabeza que la de los grandes autores norteamericanos en todas sus facetas, del beatnik al atormentado.

Fue cuando viví en Estados Unidos cuando me topé con algo inesperado. En los cortos de la escuela de cine trabajábamos con jóvenes actores sindicados que, para adquirir créditos y experiencia, se rebajaban a contratarse con nosotros. Uno de ellos, un joven galano y majo, contaba a todo el que quería escucharlo que había sido alcohólico y que su vida estaba destruida hasta que pudo dejar la bebida y arrancar de nuevo. Obviamente, todo lo que vendía aquel muchacho, que era tan pardillo como yo, era una gran mentira. Pero fue la primera vez que vi con claridad que para darte el pisto en Norteamérica era preciso simular un pasado de vicios y tormentos. Cuadraron entonces las mentiras inocentes de mi amigo con las solapas de casi todas las novelas que venía leyendo desde joven. Escritores que presumían de haber sido estibadores, borrachos, chóferes de mafiosos, soldadores y bailarines de gancho. La gran verdad de casi todos es que procedían de escuelas de escritura creativa y becas del Estado, pero quedaba muy bien esa pose maldita y ajada. Nada tiene más éxito en Norteamérica que resurrección en vida, un reciclado. Y así se retrataban uno tras otro.

Donde los autores norteamericanos no se cansan de mentir es cuando llegan de gira a Europa. Ahí dan rienda suelta a todas sus fantasías grandilocuentes. Les lees en las entrevistas y encuentras las mismas fantochadas que se pasan de unos a otros como relevos del 4 x 400. Padres alcohólicos, abusos en la infancia, sesiones de terapia, borracheras indómitas, autodestrucción y finalmente novelas epifánicas donde todo se cuenta más o menos maquillado para disfrute de los consumidores de trolas fotogénicas. Hoy por hoy, continúa esa tonta estampa de mercadería barata con el mismo éxito de siempre. De tanto en tanto, en su país, algún periodista con ganas de aguarles la fiesta tira de investigación y trabajo de campo y lo que se encuentra es una ristra de mentiras infantiles engarzadas en collar. Por eso, en Europa se sienten más a gusto para soltar la retahíla de su biografía inventada, saben que aquí los periodistas no tienen ni medios ni ganas de escarbar en sus existencias reales. Por cada cien escritores norteamericanos que cuentan su milonga de un pasado borrascoso no llegan a dos los que sinceramente padecieron problemas graves. Pero empieza a haber cierta justicia poética. Poco a poco se va imponiendo la verdad más dolorosa para estos impostores. La mejor novela norteamericana la han hecho casi siempre mujeres discretas, en ocasiones combinando el esfuerzo con sacar adelante una familia de clase media, con escritura diáfana en la que sobresalen conflictos menores enjugados en una clave prudente. Es quizá esta la más cruel venganza para tanta entrevista fraudulenta, para tanta pose repetitiva de autor maldito con juventud desesperada. Pese a que la potencia hegemónica de su mercado sigue triunfando en el mundo entero, poco a poco van quedando menos ingenuos que se tragan las mentiras. Ni todos los padres acuchillaron a las madres de novelistas ni todas sus infancias transcurrieron en remolques varados en el Medio Oeste. Eso sí, nos gusta que nos mientan, porque una buena foto sabe mejor que la ramplona verdad.

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