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MI HERMOSA LAVANDERÍA

Sin brújula

Isabel Coixet

Martes, 02 de Julio 2019

Tiempo de lectura: 2 min

Estar en Roma trabajando a 37 grados en verano, tiene al menos la ventaja de no tener que hacer turismo: uno se libra de las colas, los llantos de los niños arrastrados por padres inmisericordes al Vaticano, los grupos infames de americanos quejicas (esos que convierten la vida de los conserjes de los hoteles en un auténtico calvario), los músicos callejeros que destrozan las de por sí deplorables canciones de Coldplay... El turismo que literalmente ha secuestrado la ciudad se empeña en querer ver, comer y experimentar sensaciones de segunda mano: con su demanda constante de mediocridad, convierten la ciudad en una triste parodia de sí misma. Algo similar puede aplicarse a todas las ciudades europeas que sufren esta misma plaga. Una plaga que ya predijo Henry James en sus crónicas europeas, cuando describía a sus compatriotas como una turba de lobos destrozando los lugares sagrados. Es una cuestión de cultura, de educación, de criterio y de buen gusto. Quizás Roma es la ciudad donde esta plaga duele más porque la cantidad de turistas en grupo que siguen a un guía con banderita y se amontonan en determinados puntos es absolutamente monstruosa. Cuesta entender qué saca un ser humano en sudar la gota gorda, trotando con cincuenta compatriotas a golpe de pito, visitando el Vaticano, el Coliseo y las Termas de Caracalla en un solo día y comiendo una pizza cruda y recalentada, mientras compran bolas de nieve en las que se agita una reproducción desafortunada de la Pietà de Miguel Ángel. O yendo en segway en manada, que es ya la última moda para visitar la ciudad. He estado en Roma más veces de las que puedo recordar y confieso que nunca he ido ni al Vaticano ni al Coliseo. Sí a las Termas de Caracalla, pero cuando estaban invadidas por los gatos, que misteriosamente han desaparecido de las ruinas de la ciudad, eliminados por el Ayuntamiento o quizás asqueados del turismo. Lo que más me gusta es perderme en barrios que no conozco. Entrar en un bar que no ha cambiado desde 1965, donde hay gente jugando a las cartas, pedir un café y, mientras finjo que leo el Corriere della Sera, escuchar conversaciones ajenas sobre los vecinos, los impuestos, la política. Luego, al salir, perderme de nuevo. Mirar paredes, balcones, gente que pasea a su perro, niños tímidos que vuelven del colegio todavía agarrando la mano de sus madres, magnolios gigantes que crecen escondidos en patios que apenas pueden contenerlos; una luz que incide de manera particularmente bella en un muro naranja desconchado. Los desconchados y las grietas de Roma siguen siendo los más bellos del mundo, pero son aún más bellos si los descubres sin guías, sin apps, sin mapas. Sin brújula.