La cultura del aislamiento invisible

Artículos de ocasión

Siempre, al llegar los fines de curso, me toca hablar con algunos estudiantes que se gradúan. Esa ceremonia se ha importado de las películas estadounidenses, que concitaban una sana envidia cuando retrataban a los alumnos festejando su paso de nivel escolar. Como toda oportunidad para organizar una fiesta tiene la bienvenida entre nosotros, ya resulta natural asistir a un acto grandilocuente donde antes nos limitábamos a recoger las notas y volver al grupo de amiguetes para comentarlas. Este año hablé a los alumnos de los coches. Les hice una pregunta que casi todos contestan de la misma manera. Les pido que piensen durante unos segundos en si han visto como sus padres experimentan un cierto cambio de actitud cada vez que se ponen al volante de sus coches. Los chicos, muy rápidos, responden que sí. Que su padre o su madre, cuando conducen, tienden a extremar una cierta agresividad y no les resulta raro escuchar palabrotas e insultos en su boca que no usan de manera habitual. Los utilizan para picarse con otro conductor que los ha importunado o para maldecir el atasco, el retraso, la mala gestión viaria. Uno de ellos me dijo que su madre solía insultar a los semáforos, algo que cuando era muy pequeño le llamaba la atención. Llegó a pensar que los semáforos tenían un sistema de escucha y por eso su madre los increpaba. Luego, algo más mayor, supo que su madre perdía la calma cuando conducía. Tan solo eso.

Una vez convencidos todos ellos de esa típica irritación al volante, les pregunté si alguna vez se habían preguntado por la causa. Ahí cada cual hizo su interpretación, pero al final todos coincidieron en un detalle. El coche ejerce de aislante de la sociedad. Uno no maldice en el ascensor porque hay gente con quien se comparte. Uno no saca la mala leche en el cuarto de baño de un lugar público. Ni tampoco en la mesa del restaurante o ni siquiera cuando camina por la acera y se tropieza. No, esa violencia se desata al volante porque el coche ejerce de burbuja de cristal, de protección, de tanque, de carro de combate. El coche es uno de los primeros fenómenos aislantes del ser humano. Coloca a la persona, de manera voluntaria, dentro de una vitrina, de una urna de cristal y hierro, y lo lanza a relacionarse con los demás. Cuando nos colocamos tras el cristal, aislados y con un sentimiento vano de fortaleza, somos menos solidarios, más impacientes y mucho más irritables.

Esa distancia que el coche marca y que condiciona el carácter de la mayoría de los conductores es muy parecida a la que logra el teléfono móvil. Cuando les dije esto, los chicos se sintieron algo alertados. ¿Qué narices tiene que ver un coche con un móvil? Les puse un ejemplo. Les pregunté si alguno se sentía molesto cuando al caminar por la calle se topaban con otra persona que, concentrada en su móvil, está a punto de chocar contra nosotros. Todos dijeron que sí. En cambio, cuando son ellos quienes caminan con la cabeza baja y concentrados en el móvil, no sienten que estén perturbando a los demás. Dicho esto, les resultó muy fácil comprobar el paralelismo con la actitud al volante. Las personas, cuando se aíslan, cuando se introducen en su burbuja, son autoritarias y confrontadoras. Los demás dejan de ser compañeros de viaje para ser rivales. Una de las más penosas condiciones de la dependencia del teléfono móvil tiene que ver con la irritabilidad y la falta de empatía social. La gente está concentrada en otra cosa muy distinta a la gente, más personal, más intransferible, más acotada. Uno se concentra en uno mismo y los demás, en ese instante, son invasores, enemigos. Solo salen del individualismo para sumarse a la masa, como en el estadio de fútbol, que anula por exceso el discernimiento propio. Lo que se inventó para comunicarse y pasar un rato se ha transformado en el centro emisor principal. Es nuestra urna invisible, que levanta alrededor de cada uno de nosotros una vitrina de cristal donde nos sentimos autónomos y protegidos. A partir de ahí es fácil explicar por qué somos más agresivos y distantes. Ya somos como la peor cara de los papás al volante.

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