El turista atómico

Palabrería

Safari. Tomás sabe que el apetito por los viajes aventurados comenzó en la infancia, cuando sus padres lo llevaron a él y a su hermana a uno de aquellos safaris situados en un pueblo de la costa en los que, sin bajar del propio coche, se hacía un recorrido por una falsa sabana entre animales que alguna vez fueron africanos. En aquella época, su padre era un bravucón incapaz de resistirse a un desafío: la tarde anterior a la excursión había fardado ante los amigotes de que, cuando estuviera entre los leones, bajaría del vehículo y los citaría como el torero al miura. La apuesta fue una ronda de cervezas y unos platitos de cacahuetes, premio mayúsculo al que no estaba dispuesto a renunciar. Y así lo hizo ante la sorpresa y el pavor de la familia, que vio cómo, sin aviso, el hombre detenía el Seat 1500 a una veintena de metros de los felinos, abría la puerta, salía y les gritaba «toro, toro», alzando los brazos como si fuera un banderillero.

Ronda. Las tres leonas y el único macho ignoraron al majadero que daba saltitos. Estirados bajo árboles mochos, contemplaban la superioridad del hombre blanco. El sol de la tarde aplastaba el mundo como una prensa de acero. Cuando se hartó de gritarles –sin separarse demasiado del coche por si acaso– y con la cabeza ardiéndole, regresó al vehículo para continuar la ruta entre monos y osos, una fauna triste que ocupaba la tierra parda sin otro futuro que el paso de los días. Los lloros de Tomás y su hermana y la bronca de la madre sustituyeron a los chistes de los casetes de gasolinera. En el Seat 1500 la temperatura y el griterío eran intensos, de final de lucha libre. Los niños no se atrevían a bajar las ventanillas por miedo a los ataques de los animales desganados. Al día siguiente todo cambió cuando el padre llevó al niño al bar para que explicara a los amigos la correría y ganar la ronda. El gusto por contar fue lo que, años después, engancharía a Tomás a los viajes peligrosos. Los amigotes escucharon el episodio como si Tarzán habitara entre ellos.

Isótopo. Por eso, este año, Tomás ha comprado un pasaje a Chernóbil con la intención de explicarlo y que los colegas sientan, a su regreso, el miedo. Él mismo está aterrorizado. Las recomendaciones son munición para aprensivos. Está en la zona de exclusión y ha alquilado un mono para colocarlo sobre la ropa y un dosímetro para medir la radiación. No hay que entrar en los edificios abandonados. No hay que salir del camino. No hay que llevarse nada. No hay que sentarse en el suelo. El problema de los isótopos es la invisibilidad. Aquellos leones a los que su padre retó eran corpóreos, pero los mordiscos de la radioactividad solo aparecerán con el tiempo. Puede que ahora mismo esté comenzando a morirse y que solo años después le llegue la noticia.

Calamidad. Se arrepiente en silencio de haber ido, pero, como le pasó a su padre, está allí por una apuesta con los amigos tras ver, con entusiasmo y emoción, la miniserie de HBO sobre la calamidad nuclear de 1986. A lo lejos, el sarcófago que cubre los restos del reactor 4 y las malignas emisiones. Imagina películas sobre momias y maldiciones y cómo las fuerzas oscuras intentan escapar del encierro. Se siente enfermo, pero tiene que sonreír y hacer fotos como si estuviera en Disneylandia. Una Dineylandia macabra y en la que Mickey tiene la cara derretida.

Noria. A medida que pasan las horas, su cabeza se adapta y la idea de enfermar es arrastrada por un vientecillo agradable, que alguna vez fue mortal. La noria, el Bosque Rojo, el silencio de la ciudad de Pripyat. Ha pagado por una comida que, según la organización, es ecológica: será para compensar. Se lo pasa bien y siente que, de algún modo, también es un héroe. Porque hay que serlo para estar allí. Envalentonado, piensa en las siguientes vacaciones y en el ébola y el Congo o en la posibilidad de un secuestro en Siria. ¡Lo que disfrutará dando miedo a los amigos!

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