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ANIMALES DE COMPAÑÍA

Suicidas

Juan Manuel de Prada

Lunes, 23 de Septiembre 2019

Tiempo de lectura: 3 min

Aunque muy someramente, ha empezado a hablarse sobre el suicidio, que al parecer se ha convertido ya en la segunda causa de mortandad entre los jóvenes; y que en España es la primera causa de mortandad no natural entre gentes de toda edad y condición desde hace mucho tiempo, muy por encima –por ejemplo– de los accidentes de tráfico. Pero los enfoques que la prensa sistémica hace del suicidio son siempre un completo dislate, muy propios de las sociedades que ponen tronos a las causas y cadalsos a las consecuencias. Y así, se presenta el suicidio como un problema de salud pública provocado por trastornos emocionales contra el que se pretenden oponer medidas «educativas» y de «prevención de factores de riesgo». En breve, tendremos a cuatro espabilados haciéndose de oro, vendiendo terapias milagrosas, poniendo redes en todos los rascacielos de España. Pero la gente, por supuesto, seguirá suicidándose. Para afrontar el problema del suicidio, hay que empezar aceptando que se trata de un problema filosófico; y, por cierto, el único problema filosófico «verdaderamente serio», según afirma Albert Camus al comienzo de su ensayo El mito de Sísifo. Y, como problema filosófico verdaderamente serio, el suicidio nos obliga a enfrentarnos a las cuestiones filosóficas primordiales, que nuestra época se empeña en arrumbar en el desván de los cachivaches obsoletos, empezando por la realidad sustancial del alma. Y es que la negación de la existencia del alma se ha convertido en un dogma inatacable de la ciencia materialista; de ahí que todos sus diagnósticos resulten por completo insatisfactorios, convirtiendo el alma en un zurriburri o polvareda de ‘accidentes’ psíquicos. Pero todos esos trastornos que conducen al suicidio (depresiones, frustraciones, traumas, neurosis, bipolaridad, ansiedad, estrés, etcétera) son consecuencias de una causa común, que es lo que Belloc denominó el «aislamiento del alma» y describió como «una pérdida del sustento colectivo, del sano equilibrio producido por la vida comunitaria». Ese aislamiento del alma ha alcanzado en las sociedades contemporáneas cotas insoportables. Se han roto los vínculos comunitarios y se ha favorecido un individualismo feroz que, a la postre, nos ha arrojado a un arrabal de soledad; así se han ‘creado’ generaciones de hombres (¡y mujeres, oiga!) solipsistas, ensimismados en el consumo tecnológico, con lazos familiares y afectivos cada vez más inconsistentes y difusos. Se han roto también los vínculos con la realidad y se ha exaltado un idealismo atroz, que nos incita a concebir delirios de grandeza, sueños imposibles o anhelos irrealizables que, cuando se desmoronan, no hacen sino agigantar nuestra sensación de fracaso. Se han roto, desde luego, los vínculos con la tradición (aunque el hueco dejado por la tradición se rellene con un supermercado de parodias abyectas que fomentan la proliferación de friquis, todos ellos encerraditos en la burbuja de sus manías, lo que se traduce en mayor aislamiento de las almas) y se ha fomentado un escepticismo que pone en duda toda forma heredada de conocimiento. Y se han roto, en fin, los vínculos de índole sobrenatural, aislando a los seres humanos de su origen y de su fin trascendentes, con el efecto inevitable de la pérdida de fe en una vida ultraterrena. Y el efecto de cegar en las almas la fe en la vida ultraterrena es la desesperación; pues los dolores que padecemos en nuestra vida terrena, que antaño se consideraban penitencias llevaderas en comparación con la dicha eterna que las borraría de un plumazo, se convierten de repente en dolores insoportables y sin sentido que sólo pueden ser borrados mediante nuestra extinción física, cuanto más indolora y rápida y abrupta mejor. El aislamiento del alma, en fin, modela hombres solos ante la inmensidad del universo, cada vez más individualistas y solitarios, cada vez más desgajados del prójimo y más huérfanos de un Dios en el que hemos dejado de creer, un Dios al que hemos matado para poder endiosarnos y ocupar su lugar. Pero, al matar a Dios, hemos convertido nuestra vida en una ausencia, en una fisura en la noción del ser, en un infierno. Entonces descubrimos que en nuestro derredor se extiende un vacío cuyo perímetro es del mismo radio infinito que Dios. Y ante semejante horror vacui sin principio ni fin, ¿qué más da vivir que morir? Al hombre contemporáneo no le queda entonces otro remedio que matarse, para igualarse con el Dios que previamente mató. Sólo cuando aceptemos que el suicidio es el único problema filosófico que verdaderamente importa podremos combatirlo seriamente.

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