¿En qué nos diferenciamos unos de otros?

LAS PREGUNTAS DE PUNSET

Como homenaje al divulgador científico Eduard Punset, recuperamos su sección ‘Los lectores preguntan’ en la que abordaba las cuestiones que le planteaban los seguidores de ‘XLSemanal’

En la nube desde la que contemplo a veces lo que ocurre en el planeta, me entretuve hace unos días comparando los colectivos favorables a un trabajo fijo for ever -es decir, para siempre- con los que preferían no coartar su libertad en aras de su seguridad.

Pocos minutos después, me dio por explorar las razones por las que unos colectivos preferían, de todas todas, optar por una vida en la que estaba escrito todo lo que les iba a suceder durante los próximos setenta años frente a muchos otros que preferían que no hubiera nada escrito en la pizarra de su vida, salvo las ganas tremendas de vivirla.

Después, me di cuenta de que, según la clase de cultura, la humanidad se dividía en dos colectivos bien diferenciados. Unos -obviamente, minoritarios- preferían que el rey o el Estado estuvieran sometidos, igual que lo estaban ellos, a los dictados de la ley común y obligatoria para todos; lo único que los excitaba o sacaba de quicio era que el rey o el Estado los avasallara irrumpiendo en su terreno. La gran mayoría, en cambio, consideraba que lo importante era la inexistencia de las diferencias sociales. Lo único que les hacía saltar de su asiento era la diferencia de clases.

«Los hay tristes, pensativos o alegres, pero a nadie le gusta cambiar de bando»

No tardé mucho en darme cuenta de que otra diferencia esencial que separaba a los homínidos era la diferencia entre los que practicaban la empatía -es decir, entre los que sabían ponerse en el lugar de los que por alguna razón sufrían un contratiempo- y los que no. Algunos eran totalmente indiferentes al sufrimiento de los demás: los llamaban «psicópatas». Era fácil ver que los humanos se diferenciaban en empáticos y psicópatas.

Había otra línea divisoria entre los que estaban dispuestos a responder con la violencia si se los molestaba mucho y aquellos que solían sentirse inclinados a parlamentar, a no recurrir a las manos más que en última instancia.

En aquel conglomerado que podía observarse desde la nube existían, por supuesto, otras diferencias que para la mayoría eran tan importantes como las otras mencionadas, pero que difícilmente podían considerarse como tales, vistas desde la nube en la que estaba yo posicionado: me refiero a ser del Real Madrid o del Barcelona; a querer llevar siempre tacones para realzar su figura o darle igual ir en alpargatas; no poder vivir lejos del mar o, por el contrario, necesitar para sobrevivir respirar el aroma de los bosques.

Las preferencias de aquella multitud abigarrada, en el sentido de que los había tristes, optimistas, pensativos o alegres, se caracterizaban por una condición: en contra de lo que uno habría podido pensar mirándolos desde la nube, resulta que no querían cambiar de bando ni aunque los mataran y a veces se mataban entre ellos por ello. ¿Ser del Barcelona? ¿Qué dices? ¡Antes muerto!

Lo curioso del caso es que ese empecinamiento era característico también de las diferencias consideradas esenciales; pensándolo bien, no debiera haberme extrañado, puesto que si uno no quería cambiar de equipo ni aunque lo mataran, mucho menos iba a querer cambiar de partido.

Poco a poco debí acostumbrarme a asimilar los argumentos de los que defendían la seguridad de un trabajo fijo frente a los defensores de la libertad de cambiar de oficio y predicamento; no tuve más remedio que compartir la opinión de aquellos que no querían cambiar de partido ni de ideas. Poco a poco tuve que acostumbrarme a soliviantarme cuando se desvelaban las diferencias de clase sin moverme una pulgada cuando se atentaba contra mis libertades individuales o se justificaba otra guerra civil o el holocausto.

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